Cerrando el ciclo de la reconciliación racial

Dos parroquias de Virginia ajustan su pasado confederado

Por Heather Beasley Doyle
Posted Mar 16, 2017

[Episcopal News Service] Él se sintió agredido, y así lo dice, escogiendo específicamente la palabra para transmitir la fuerza de su sentimiento. Sí, él se sintió personalmente agredido. Pero A.W. Lewis (“Buster”) también sintió que las iglesia episcopal en memoria de R.E. Lee [R.E. Lee Memorial Episcopal Church] en Lexington, Virginia —su parroquia–“como yo la conocía, estaba siendo agredida y que debíamos hacer algo al respecto”.

Los sentimientos de Lewis afloraron por primera vez en el verano de 2015, cuando la junta parroquial de R.E. Lee Memorial decidió explorar la idea de cambiar su nombre después de 114 años. La decisión se produjo a raíz de la masacre en la iglesia metodista episcopal africana Emanuel, en Charleston, Carolina del Sur, que dejó un saldo de tres heridos y nueve muertos. Poco después de ocurrir la balacera, la Iglesia Episcopal aprobó una resolución en su 78ª. Convención General en que instaba “…a todas las personas,  junto con instituciones públicas, gubernamentales y religiosas, a descontinuar el despliegue de la bandera de batalla de la Confederación”.

Un dibujo de la iglesia episcopal R.E. Lee Memorial en Lexington, Virginia.

Las banderas de la Confederación no eran el problema en la iglesia R.E. Lee, una parroquia bastante grande de 465 miembros en un pueblo pequeño de unos 7,200 habitantes. Lexington es la sede del Instituto Militar de Virginia y de las universidades de Washington y Lee. Los generales confederados Robert E. Lee y Thomas Jackson (“Stonewall”) están enterrados allí y el Sendero de los Apalaches tiende hacia el norte apenas a unos pocos kilómetros de distancia. El entorno rural y las profundas raíces históricas de este pueblo universitario se fusiona con su propio ecosistema: el que sustenta a [la iglesia de] R.E. Lee.

“[Nuestra parroquia es] más bien una comunidad diversa en el espectro conservador-liberal”, dice el Rdo. Tom Crittenden, rector de R.E. Lee Memorial.

En ese escenario diverso, con la masacre de Charleston cerniéndose sobre la conciencia del país, un feligrés escribió una carta a la junta parroquial acerca del nombre de la iglesia. El feligrés “sólo quería dejar sentado que el nombre no era útil a la misión de la iglesia, y le pedía a la junta parroquial que contemplara un cambio de nombre”, explica Crittenden. Dado “el contexto de esas muertes y los símbolos alusivos a la Confederación… cuando [la junta parroquial] recibió la carta, hubo una conciencia general de que el nombre resultaba problemático en alguna medida”. Con esa conciencia y con la carta como un catalizador, se planteó un debate sobre el nombre entre los 465 miembros de R.E. Lee Memorial.

Ese mismo verano, a sólo 222 kilómetros al este, en la iglesia episcopal de San Pablo [St. Paul’s Episcopal Church] en Richmond, Virginia, el Rdo. Wallace Adams-Riley habló desde el púlpito acerca de los símbolos de los confederados en su iglesia, conocida durante mucho tiempo como “la catedral de la Confederación”. Durante la guerra de Secesión, Richmond fue la capital de los Estados Confederados de América. Robert E. Lee, el general confederado, asistía [a los oficios] de San Pablo y Jefferson Davis, el presidente de la Confederación era uno de sus miembros.

Cuando Adams-Riley predicó 11 días después de la masacre de Charleston, habló de los vínculos visibles y táctiles de la iglesia con la Confederación. Linda Armstrong, miembro de la junta parroquial, recuerda  haber oído decir que “es hora de que atendamos al mensaje que le enviamos a los demás”. El rector también habló de “odio, supremacía blanca y privilegio de los blancos”, dice ella. “Puso a la gente a pensar —gente que va a la iglesia y realmente no mira en torno suyo”.

De esa manera, Adams-Riley había puesto a San Pablo en el camino de discernir cómo el pasado de la parroquia y sus decoraciones se ajustaban a su presente identidad y valores.

Un oficio el domingo por la mañana en la iglesia episcopal de San Pablo en Richmond, Virginia. Foto de Gail Goldsmith

Desde la Catedral Nacional de Washington a la Diócesis de Maryland, los debates que vinculan la historia con el diálogo nacional acerca de la raza se han extendido a través de la Iglesia Episcopal. Sin embargo, esas conversaciones con frecuencia se perciben forzadas, defensivas, demasiado superficiales o bien intencionadas—y en consecuencia pasan por alto lo fundamental.

Para que los empeños de reconciliación racial logren su objetivo, las conversaciones deben trascender la dinámica del típico intercambio diario. Una reconciliación racial profunda conlleva ahondar en un nivel emocional, dice Heidi Kim, la funcionaria encargada de reconciliación racial en la Iglesia Episcopal.

“Parte de por qué no podemos tener conversaciones abiertas y vulnerables acerca del racismo es por la mucha vergüenza y culpa que ha habido en torno al racismo”, dice Kim. Las personas de color se avergüenzan de lo que son, en tanto los blancos se culpan del racismo. “Tenemos que hacer algo mejor [que eso]”, dice ella.

Lewis no se sintió a gusto respecto a la conversación en R.E. Lee Memorial desde el comienzo. “La junta parroquial, desde mi punto de vista, manejo mal todo el asunto”, dice él. El organismo gobernante decidió discutir el cambio de nombre cuando muchos feligreses estaban fuera del pueblo en las vacaciones del verano, y Lewis percibió una falta de transparencia desde las primeras reuniones.

Además, “sentí que los miembros durante generaciones habían vivido, real y literalmente, con este nombre casi como un timbre de orgullo”, afirma él. Desde que se incorporó a la iglesia en 1972, Lewis dice que sólo había oído a una persona  cuestionar el nombre, hasta que surgió el problema en 2015.

Crittenden describe una experiencia diferente. “Vine aquí hace nueve años y el nombre de la iglesia salía alguna vez en la conversación.  Robert E. Lee asistía a esta iglesia después de la guerra, en tanto era presidente del Washington College (en la actualidad Universidad  de Washington y Lee). La iglesia se convirtió en R.E. Lee Memorial en 1903, 33 años después de la muerte del general confederado. “La iglesia no se fundó en honor de Lee”, apunta Crittenden.

La parroquia sometió a discusión su nombre durante cuatro meses con varias actividades, incluidos foros como los que se celebran en los ayuntamientos, debates en pequeños grupos y una encuesta congresional. Una profunda división se produjo rápidamente entre los miembros que veían el nombre como “anacrónico” y en desarmonía con la misión de la parroquia, y aquellos para quienes el nombre expresa una “historia más profunda de la iglesia dentro de la comunidad y el papel de Lee en la iglesia”, explica Crittenden.

Cuando el asunto se sometió a votación en noviembre de 2015, la junta parroquial decidió que el cambio de nombre necesitaba de una supermayoría para ser aprobado. Fue rechazado por un voto. La congregación no se ha repuesto todavía.

Este tipo de resultado no tomaría por sorpresa a Kim. “No hay una solución mágica” para el éxito con la reconciliación racial, dice ella —el proceso depende de cómo las personas abordan la labor y unos a los otros. Hablar sobre la raza, incluso de una forma velada, exige una disposición a valorar a todo el mundo como el experto de su propia experiencia vital, en lugar de elevar [el asunto] a un selecto grupo de unos cuantos expertos, afirma ella. “De principio a fin, “el establecer una relación correcta tiene que ser más importante que tener la razón” añade Kim.

Un sentimiento semejante orienta a Don Edwards, fundador de Justice and Sustainability Associates, una firma de asesoría de gestión con fines de lucro que coordina “acuerdos justos y sostenibles en torno al uso de terrenos”. Con años de experiencia en la utilización de terrenos, JSA aceptó su primer proyecto de reconciliación racial hace aproximadamente 10 años. Según transitaba en la confluencia de terrenos y raza, [esta organización] ha trabajado con un puñado de iglesias, entre ellas San Pablo. “Contextualidad, esa es un área en expansión”, dice Edwards. “La Iglesia episcopal en el Sur es un portal particular” para esos debates acerca de la raza.

Reliquias del pasado, ya se trate de un nombre, tarjas o reclinatorios bordados, provocan las conversaciones en ambas parroquias. Y gracias a ellas muchos feligreses muertos hace mucho siguen viviendo, como lo hacen a través de sus descendientes, algunos de los cuales asisten a las mismas iglesias a que lo hicieron sus familias hace generaciones.

“Hay un elemento que queremos introducir que garantiza y posibilita que la gente hable de sus [antepasados] sin tener que asumir las opciones que sus parientes tomaron”, dice Edwards. En la práctica, esto significa entender la gama de puntos de vista de una congregación, organizar debates en pequeños grupos, fomentar el respeto mutuo, capacitar a los coordinadores y mantener un ojo avizor en los participantes durante los debates emotivos.

Adams-Riley acredita a  Edwards con cultivar en San Pablo “una sensación de mutua acogida y de que las personas son invitadas a compartir francamente; una sensación de respeto mutuo”. Alrededor de 100 personas asistieron a dos diálogos devotos en la parroquia en agosto de 2015.

Armstrong recuerda bien las conversaciones a la que ella asistió como miembro de San Pablo. Cuando los feligreses se reunían en grupos de ocho a 10 personas,  alguien dijo que los afroamericanos encuentran ofensiva la bandera de batalla de la Confederación. “No sé que eso jamás se hubiera dicho en un grupo, y creo que la gente lo escuchó”, afirmó.

Una vez que Edwards concluyó su tarea, San Pablo avanzó. Las imágenes de la bandera confederada que había dentro de la iglesia se quitaron. Otras cosas relacionadas con la Confederación se quedaron —y su significado está siendo actualmente reelaborado. Y se creó la  Iniciativa de Historia y Reconciliación. Armstrong preside el grupo, el cual incluye un equipo que se ocupa de la historia, otro de la liturgia y la música y un tercero que se conoce como el equipo que se ocupa de la recordación.

Trabajando con un plan cuatrienal, el equipo que se ocupa de la historia ha buscado en los archivos de la iglesia y ha encontrado otros modos de entender la historia de San Pablo. Una vez que ese proceso ha concluido, el equipo que se ocupa de la música y la liturgia determinará como esos elementos se prestan a la reconciliación racial.

Finalmente, el equipo orientado hacia la rememoración del pasado, tiene presente “que parte de nuestra historia es opresiva y es brutal”, dice Armstrong. En el ínterin, las “devotas conversaciones” de la congregación continúan en forma de discusiones en comidas informales. En la próxima comida informal, en abril, los feligreses verán y debatirán el documental Trazas de la trata [Traces of the Trade], una película cuya directora y productora, Katrina Brown, estará presente para el evento.

“Queremos contar una historia completa y sincera [de San Pablo]”, dice la Rda. Melanie Mullen, directora de reconciliación, justicia y cuidado de la creación de la Iglesia Episcopal. Hasta el 1 de marzo, Mullen trabajó como misionera del centro urbano en San Pablo.

Ese deseo mantiene unida a la congregación, afirma Armstrong. El proceso no carece de interrupciones ni es fácil. “Es complicado… así como la plática resultó emotiva para las personas”, añadió. Si bien no todo el mundo ha participado, la mayoría de los 450 miembros activos de la parroquia lo han hecho. “Las personas tienen la sensación, realmente, de estar energizadas por esto”, afirma Adams-Riley.

Armstrong explica este sentimiento. Aunque la palabra reconciliación implica un cómputo externo o una disculpa, ella espera un cambio interno. El proceso en busca de la verdad de la parroquia “debe transformar no sólo la manera en que somos vistos, sino quienes realmente somos”, dice ella. Según los feligreses se transforman, ellos esperan que la reputación de San Pablo como la “catedral de la Confederación” también se transformará en la “catedral de la reconciliación”.

Y aunque la reconciliación racial es un ministerio de la Iglesia Episcopal, “no todo el mundo se sentirá llamado a este ministerio”, dice Kim, “y eso está bien”. Ella desalienta a las congregaciones a considerar la reconciliación racial sólo porque “es lo correcto” o el ministerio que está en boga.

Unas 10 personas que estaban a favor del cambio de nombre en R.E. Lee Memorial, entre ellas dos familias con hijos, se fueron a raíz de la votación, según  la feligresa Lacey Lynch. Linch también estaba a favor del cambio de nombre, pero no se sorprendió cuando no fue aprobado. Por ahora, Lynch y su familia se han quedado. Sin embargo, una vez pasada la votación, pocos feligreses participan de la vida de la iglesia. Si bien el éxodo después de la votación fue pequeño, el tono de la vida de la parroquia se percibe dramáticamente diferente. Lynch apunta a una “tensión subyacente, que es difícil de describir”.

Al igual que  Lynch, Lewis se ha quedado en su parroquia, a pesar de sentirse agredido. Él cree —y espera— que la cuestión del cambio de nombre haya quedado definitivamente atrás. Por su parte, Lynch expresa un deseo diferente. “Espero que pueda haber algún debate ulterior [sobre el cambio de nombre]”, dice ella, “porque no lo veo como políticamente correcto, lo veo como abordando lo que significa la historia de la Confederación”.

R.E. Lee Memorial no contrató a un asesor cuando debatió  lo de su nombre, pero lo ha hecho después para ayudar a  enmendar las desavenencias resultantes. Creo que el debate y luego la votación fueron un llamado a despertar”, dice Crittenden.  “Reveló diferencias en la congregación que reflejaron las divisiones que hubo en nuestro país en las últimas elecciones”.

Orientada por la firma asesora, la parroquia está “discerniendo la manera en que nos encaminamos más plenamente hacia la unidad como congregación, como una familia eclesiástica, y nos concentramos en nuestro llamado a servir”, explica Crittenden. El proceso, dice Lewis, va bien. Nada es más importante para la comunidad de R.E. Lee ahora mismo que las transparencia, afirma Crittenden.

Los activistas arguyen sólidas razones para escoger la senda de la reconciliación racial, del arrepentimiento a la creación de un mundo más justo. Edwards, el asesor, un episcopal que creció asistiendo a una iglesia episcopal negra, añade otra: con una asistencia decreciente en las iglesias episcopales “uno debe pensar en el hecho que donde la demanda decrece, la oferta se contrae”. Una Iglesia racialmente reconciliada abre sus puertas a un espectro de humanidad más amplio y es menos probable que fenezca.

Cuando uno ve cualquier iglesia episcopal blanca, uno tiene que preguntar: “¿qué iglesia negra derivó de esta iglesia?”, dice Edwards. Reunir iglesias predominantemente blancas con iglesias negras fundadas por episcopales blancos tiene sentido, dice —y sólo puede suceder cuando los feligreses conversan realmente sobre la raza y sobre su pasado. En esa reunión, “el cierre del ciclo”, como la llama Edwards, “hay una especie de elegancia de que eso y aquello me motivan porque todas estas personas comparten una religión, todas ellas comparten una creencia en un Dios —un solo Dios”.

— Heather Beasley Doyle es una periodista independiente radicada en Massachusetts. Traducción de Vicente Echerri.


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